19.9.11

Ama de Casa

Una vez cada treinta días mi madre se sienta y pacientemente plancha algo de la ropa que encuentra por ahí. No es una obligación, pero lo considera un deber. Generalmente cada uno alisa las camisas o los jeans torpemente en un proceso que dura gran parte de la madrugada esa que uno omitió por estar contento en las cobijas, reconciliando sueños o simplemente llamando de cualquier manera el rato de pereza que es sagrado, esos famosos cinco minutos más. Ella se sienta, porque por el peso y los años, que tal vez hacen más que sus kilos, le molestan en la espalda. Tiene diez planchas, mi madre. Cuando completó cuatro nos dijo en un tono socarrón que ahí teníamos nuestra herencia.

Lo que siempre es urgente son las camisas. Nadie hace por aprender. Yo una vez lo intenté hace bastante y quemé una camiseta blanca, de esas que siempre usábamos en el colegio. Quedó con un parche amarillento que porté no con orgullo pero si con gran pesar. Era un intento fallido, uno de muchos, uno de los primeros en muchas cosas que me determiné a hacer en la vida. Antes, con menos canas y sin necesidad de anteojos, mi madre solía pararse frente a la mesa de planchar con una olleta en la que se humedecía los dedos para salpicar la ropa y que las arrugas se disiparan con mayor facilidad. La combinación no era nada saludable, pero sus manos duras y pesadas parecían no advertir los obvios cambios de temperatura. Era cómo si su cuerpo fuera una armadura, una a la medida que se iba construyendo con el paso de los años, una que creó resistencia a tantas cosas cotidianas, punzones, quemaduras. Pero son suaves. Tienen pecas y manchas, son grandes y gordas, con los dedos rellenitos, pero suaves. A veces creo que Enzo se deja bañar de ella porque no necesita sino tocarlo para demostrarle que lo quiere, que es por su bien, que está muy cochino y que huele feo, y él aun siendo un perro entiende. 

Siempre que yo cogía una plancha se ponía de mal genio, principalmente porque no entendía como engendró a cuatro hijos que no supieran coser un botón ni planchar un pantalón. Eso la alteraba. Le poníamos música y ofrecíamos que otra persona realizara esos deberes, algo que no aceptaba de buen agrado pues era su casa, su territorio, el que marcaba con cada pasada del metal caliente, con cada doblez de la ropa en la estrecha mesa que tocaba reemplazar con frecuencia. Unas cuatro veces ella accedió a que otra persona realizara sus labores, no sin antes supervisarla de cerca y sugiriendo como hacer algo que a la gente ya mayor le sale con naturalidad. Una de esas cuatro ocasiones fue cuando volvió del hospital, y ella misma solicitó el reemplazo.

Nunca he visto a mi madre como una persona frágil. Cuando las cosas van mal ella es el soporte no solo de sus hijos sino de sus hermanos, todos mayores. A veces se desmorona y hace ruido, sus lágrimas bajan por su rostro y cuando se desprenden en esa carrera frenética en llegar al suelo no hay otro sonido, el mundo se queda callado ante su llanto y sus sollozos pausados y tristes punzan en el alma. Para ella es difícil mostrar sus sentimientos, y generalmente anda a la defensiva. Supongo que la vida la hizo así, que en ese constante dolor de cabeza que ella puede conjurar con una oración se ha hecho fuerte a expensas de cosas que sobran, que no necesita. A veces cuando me reflejo en sus lentes siento que voy a llegar a ese estado en el que unas pocas cosas pueden derrotarme, que voy a ser tan fuerte como una roca y tan sutil como una pluma. Que se necesitaría de la pérdida de un ser querido para pensar en rendirme o un médico con sus exámenes y cirugías para lograrlo a las malas. Pero falta mucho tiempo. Yo he puesto mi parte en esa pila de decepciones (primero por no saber sumar, luego por no coser, luego por no planchar y ahora en este desorden en el que me convertí) y me siento culpable. Quisiera haber agregado más alegrías que tristezas, y la verdad no sé como va la cuenta.

Me gustaría aprender de ella una o dos cosas prácticas de la vida. Me están saliendo canas, temprano, antes que a mis hermanos mayores, y a veces noto que mis ojeras van tomando la misma profundidad de las suyas, pero mi mirada no es tan cálida. Acabo de llegar pensando en que ella no deja que le planchen la ropa y que lo hace con una sutileza que no se pierde con la velocidad. Pero la veo y me recibe con un plato de ajiaco, un plato para el cual siempre tendré hambre y que nunca caerá mal. Verá: mi mamá hace el mejor ajiaco del mundo, comprobado cada semana que puedo comerlo por la calle. Ninguno se compara a este, hecho con esas manos que hace rato no tocan las mías más que por accidente. Estaba diciendo que acabo de llegar en medio de lo que podría llamar una depresión horrible y llega ella y me ofrece un plato de sopa. 

Para mañana tengo una camisa planchada. Está en un cajón con algunos perfumes y encima de papeles que uno considera importantes. Mi mamá tenía todo planeado para que yo pudiera llegar a usarla, a ponermela, a tapar mi gordura con ella y un pantalón que seguro alisaré, tarde, antes de coger un taxi muy de afán.

Siento que no debí comer, pero ella no reprocha que uno esté gordo. Solo sirve la comida y uno la prueba y deja de sentir algunas cosas y las reemplaza por otras, unas más agradables. Por esta noche estoy lleno, pero mañana no habrá ajiaco.

Voy a servirme otro plato. Como ella dijo alguna vez, no es que esté triste, es que estoy muy flaco.


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