15.4.13

Del otro lado.

 A Diana no la conocí, aunque la vi muchas veces. Se estaba riendo siempre, y mantenía una actitud de esas que llaman la atención. Creo que me caía bien, o tal vez nunca le encontré algún reparo. No sé si sea lo mismo. Supe por facebook, luego de que una compañera me mostrara en el celular, quién era. Quería ver una foto suya para identificarla, ya que no conozco a nadie por el nombre. Su última actualización, el domingo pasado, fue "buenas noches a todos". Las respuestas a ese comentario, según lo normal en ese tipo de dinámicas, resultó ser de amigos o conocidos que le deseaban lo mismo, corresponder a lo que otro señala, algo que puede ser siempre bastante cómodo. Diana era esa persona, creo yo, la que iniciaba la cadena que los demás seguían ya que alguien se había tomado el trabajo de expresar lo que los demás no saben o no pueden decir, pero comparten.

 Unas horas después personas cercanas escribían que no podían creer lo que le había sucedido, que lamentaban su muerte. Al día siguiente su hermano, en la cadena de comentarios, dio los datos del lugar de la velación de Diana. Los pésames continuaron, y los mensajes de incredulidad también, hasta que simplemente se detuvieron.

 No tengo cuenta en Facebook. No me llama la atención. Pero sé que muchas personas piensan que es algo completamente estúpido escribirle a alguien que ya murió. Que es de mal gusto, un sinsentido. No puedo explicarlo bien. Tal vez esas personas (y esto siempre lo pienso) no son capaces de comprender un poco el sentimiento de pérdida o el duelo que afrontan otras personas, ya sean conocidas o no, desde la comodidad de un computador, una bondad que se alimenta mucho de la pereza, una intimidad frágil que tratamos de sobredimensionar porque está allí, siempre, al alcance de los dedos.

 El año pasado otra compañera no trabajó en todo el día porque se la pasaba pensando en su sobrino, de veintiún años, que había muerto el fin de semana en un accidente. Los detalles son lo de menos, no nos importan para lo que quiero contar; Arelis simplemente abría en el navegador el perfil de su sobrino y escribía algo en su muro sin poder hacer el click definitivo en el mensaje. Trataba de dar forma a su dolor de una manera que ella sabía no era íntima pero que debía hacerlo, tal vez porque era la representación de esa persona que había fallecido. Un montón de datos, fotos, palabras con o sin ortografía, o cosas que a lo mejor a nadie le importaban. Pero la esencia de esa persona estaba allí y ella quería honrarla de alguna manera. Luego de un rato escribió solamente dos líneas, pero en esa escasez cabía una cantidad considerable de tiempo y dolor mirando simplemente la vida que ya no sería más, tratando de aceptar que esa huella "virtual" quedaría incompleta, incluso olvidada.

 La hermana de Liliana, otra compañera, murió también hace mucho tiempo, y me contó que miraba, a veces, su perfil en Facebook. La piensa todo el día, la ve en sus sobrinas, en su madre, en lo que la rodea, y sin embargo refuerza todo eso viendo fotos, imaginando su tono de voz al leer lo que escribía. Al mostrarme el perfil de su hermana vi un mensaje que la hija le había escrito en su cumpleaños, ese que no pudieron celebrar. Jamás lo leería, y tal vez muchos contactos habían dado "like" a ese mensaje pensando que es una linda manera de recordar a quien ya no está. 

 En la virtualidad que "vivimos" con este cuento de las redes sociales y el acceso fácil a la gente, que se deja conocer o no, la etiqueta y los formalismos que tienen que ver con la muerte (desde su logística hasta la acción de recordar) no están todavía definidos, pero tratamos de encontrar una manera razonable de tratar con ellos basándonos en las tradiciones y demás ritos que todos conocemos. Tal vez sepamos lo que es un velorio, o sabemos que hay gente que es capaz de pagar una misa por el alma de un muerto, tiempo después de su sepelio. Puede que no estemos de acuerdo pero lo aceptamos como manifestaciones válidas, normales, y la extrañeza de las nuevas maneras en las que la gente trata de lidiar con el dolor y los recuerdos nos asustan, o tal vez nos dan asco. Nos recuerdan un poco la vulnerabilidad que escondemos o no podemos aceptar en público.

 Esto no sucede solamente cuando se trata de la muerte y la incapacidad de aceptarla (lo que algunos argumentan que es la incapacidad misma de seguir adelante), sino el dolor en general. Dolor de quien siente que su vida se va al carajo o que no puede lidiar con los asuntos internos que tal vez nadie conozca o entienda. Desde el alegrarse por no hacerse daño (una forma de catarsis, o la manifestación de nuestro odio, o ambas) hasta compartir los temores más privados, esperando que alguien nos comprenda. O tal vez por el simple hecho de tratar de manejar algo que es más grande que uno; compartir una experiencia para pensar que en el fondo no estamos solos.

 Cuando le respondo a mi mejor amigo para saciar su curiosidad e interés por lo que estoy pasando siento que, sin importar el medio, estamos siempre solos, que nadie nos escucha. Puede que yo esté en su casa reparando mi computador, o simplemente teclee torpemente en whatsapp, pero imagino un lugar ajeno a todo, como un confesionario. Cuando Liliana me habló de su hermana y me dijo cosas hasta el borde del llanto también fue así. Este escrito, como los muchos que puede haber al respecto, si bien existe en un plano público y cualquiera lo puede leer, curiosamente parte de esa intimidad implícita no ya de lector y escritor sino de una persona a otra. Muchas veces la gente se confunde por ver en un medio no convencional algo que corresponde a lo que podemos pensar que es privado, y asumimos que hay un lugar para cada cosa, pero tal vez no es así. Tal vez lo único que puede pensar el que está en esa situación es que alguien pueda entenderlo, que no se corre el riesgo de ser catalogado de cierta manera al reconocerse frágil y sensible. Pero es triste saber que no es así. Que en general no podemos darnos ese lujo.



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