6.12.12

Fontibón - San Pablo

 Esa noche nos tocaba ir de un lado al otro: de Chapinero hasta llegar a Modelia, todo a un pasito pero con esta ciudad, como la tienen, ahora se demora uno horas, como haciendo escalas, apretado en buses que pasan demorados y repletos y que pareciera que no saben ni para dónde van. Es que es eso, no tener certeza de qué camino recorrer, porque todo tiene dos caras ahorita: en pleno siglo XXI y uno pegado en el celular, en el computador, un botón salvando distancias tan grandes porque el mundo parece que se moviera más lento y uno para llegar de un lado al otro demorándose tanto, no hay derecho. Ya no podemos seguir así, ya no podemos seguir pensando que la única forma de sentir el futuro es cuando despegamos los pies de la tierra, no se puede.

 Íbamos de Chapinero para el apartamento ese en una noche lluviosa, de esas que ahora tanto abundan. Nos montamos en un colectivo negro, afortunadamente iba con puestos vacíos y nos pudimos sentar. Hablamos de cosas, de muchas cosas, en la hora y media que estuvimos montados ¿De dónde saca uno tema de conversación si anda siempre atrapado en el transporte, ah? Hablamos de la vida de la gente y de cosas que nos gustaban y yo le cogía el cabello y la consentía mientras ella miraba a la ventana y yo alcazaba a ver en su reflejo la tristeza de unas lágrimas que no se habían secado bien por una discusión de la que fui testigo. Yo solamente era pañitos de agua tibia en el momento, con ese maldito frío, con esa llovizna que cansaba por lo aburrida, lo delicada, lo perseverante. Y nada que llegábamos.

 Afuera estaba la ciudad ahí como derrotada, ahogándose y pidiendo auxilio mientras todos adentro del colectivo expedíamos vaho de la ropa mojada, de la respiración, de la piel con el contacto del agua y yo agarrándole la mano suavemente, entrelazando los dedos creando el punto más caliente de Bogotá entre nuestras palmas. Eso debería servir de algo. Cuando uno va perdiéndose o por el contrario se va encontrando uno mismo aprieta duro para sentir que no se deja caer o que va acompañado, y yo respondía el impulso ojalá en el mismo canal, decía mil cosas para no tener que hablar lo obvio, que usted no estaba sola.

 Era espantoso ver la ciudad a través del vidrio empañado. Pasó de ser una película, una pintura en movimiento a ser una postal absurda que quiere ser retratada y compartida por el mundo como sinónimo del progreso, esa vaina tan carente de vida. Negro y gris con algo de amarillo, el verde natural de unos árboles reemplazado por el de unas mallas estridentes donde la gente se esconde para hacerle daño a otra gente, la inseguridad que se aprovecha de todo, de todos, las personas que van perdiendo el alma de a poquitos con amenazas y armas en las manos, con ojos inexpresivos por la codicia y todos con tanto miedo, ese miedo que se traduce en desconfianza e irrespeto, en pensar que cualquiera lo puede robar a uno, pero igual nos conocíamos los dos y yo la acompañaba, y la tristeza le salía del cuerpo y trataba de abrazarla un poco para que se sintiera mejor. ¿A qué hora se nos convirtió el lugar este de nuestras caminatas nocturnas en este monstruo horrendo?

 El cielo no se veía negro como la noche sino gris, un gris grueso y firme que iba perdiéndose desde allá arriba hasta abajo en tonos ligeramente más blancos, como si el mundo fuera una gaseosa y lo hubieran agitado fuertemente. Eso explicaría muchas cosas, ¿no? Yo no sé de dónde puede salir tanto frío, a esta hora. Era, seguramente, el último servicio que haría esta ruta de colectivos que me dejaría lejos mi casa pero en la suya, y ambos sabíamos que yo no me podría quedar. Pero yo no quería preocuparla. Uno acá analizando el lugar, las cosas que pueden pasar, lo feo, lo duro de la actualidad pero sin decir nada para irradiar confianza, porque yo sabía que en ese momento era eso: un lugar seguro.

 Al final nos bajamos unos metros delante de la esquina indicada, cuando en las calles no se sentía ni el ruido de los carros, y vimos varios gatos. O yo los vi. Yo los señalaba a lo que emprendían carrera para esconderse, sabiéndose desnudos por estos ojos torpes de humano y ella nada, no me creía hasta que vimos uno de cerca, uno blanco con negro, gordo, que caminaba sin pecado alguno. Apenas supo que estábamos allí se relamió los bigotes, dio un salto y se metió en un jardín. Luego comenzó a maullar, a lo mejor maldiciendo. Ella me preguntó que en verdad cuántos gatos había visto. Le dije que solamente uno.

 Llegamos a la portería. Despedida difícil. La sostuve en mis brazos ya que no tenía como sostenerse en pie, evidenciando la fragilidad de quien no puede defenderse. La escalada que ahora emprendía sola a lo largo del edificio en la bestia metálica, el cambiarse para dormir, el no querer hacerlo. El mundo que se me venía encima, la presión que la atmósfera caprichosa ejercía sobre todo, la neblina espesa que era poco frecuente a esa hora. Luego de eso la caminata, las diez o doce cuadras que me separaban de una señal de vida, o por lo menos de algún bus que haría todo más sencillo.
Las luces de algunas motos me azoraban porque llegaban por la espalda, yo esperaba una de esas traiciones de las que hablaba antes, tenía las manos en los bolsillos, apretadas, el patrimonio mío en los puños por si tocaba recurrir a la violencia; el agua que se desgajaba por todos lados en gotas chiquiticas que pesaban el triple por su temperatura, una cortina gélida y fina que se acumulaba ya en los huesos y entorpecía el caminar.

 Una moto me pasó cerquita, despacio. El tipo que la manejaba iba llorando.

 Saqué el celular para ver la hora. Pitaba. Pitaba agónicamente porque no tenía batería, por el frío, por la falta de minutos y de quién llamar. Con los dedos entumecidos traté de limpiar de la pantalla ese molesto invierno. Es tarde, me dije, es muy tarde, tal vez no pase nadie y seguí caminando, a algún lado tendré que llegar, me animé a decir en voz alta, todavía no sé con qué fuerzas.

 Mientras daba pasos cortos y veloces sentía que la visión se me iba, que ya no sentía tanta prisa por las cosas porque de todas maneras la más importante ya había pasado, pero era preocupante no poder ver más allá de unos cuantos cuerpos de distancia. La nariz mía, rompiendo la bruma como gigante barco hasta que sentí los pulmones pequeños, confundía el vapor de la temperatura de mi aliento, de mi respiración, con el de la noche; las nubes que se habían venido a visitarnos, que descendieron todo lo posible mientras el mundo dormía, que se estiraban perezosamente y se reían un poco en mi cara mientras inundaban con un terror helado y blanco todo a mi alrededor. Bajé la mirada para confirmar que mis pies todavía eran míos, no los sentía pero debía verlos para conservar esa certeza, que la extrañeza del mundo me era ajena si yo estaba completo, que no importaba si el firmamento y el pavimento se habían fundido en uno solo dejándome atrapado, que a fin de cuentas si me había desaparecido sabría por lo menos que no estaba hecho pedazos.

 Tuve que parar.

 Tosí tapándome la cara, sacando las manos de los bolsillos, cerrando los ojos con los párpados congelados, la chaqueta hasta el mentón tratando de conservar el calor. El celular en su último estertor anunciando la llegada de un mensaje: “Gracias. Avísame cuando llegues. Me voy a acostar”. Luego de eso la niebla fue desapareciendo con la misma facilidad con la que se deshacen las telarañas al soplar.

 Ahí estaba, finalmente, luego de varios suspiros, la avenida Boyacá.

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