12.12.17

Orzuelo.

 Ya no es solamente la rigidez en la ingle sino también una sensación ácida en el ojo derecho: se despiertan primero los males, y luego uno. Así lo dijo el capi en Un Domingo Cualquiera: es mi cuerpo, ya no está ahí. Uno se va volviendo, entonces, lo que el manojo de cosas que lo contiene lo deja hacer. El espejo no me devuelve un análisis mejor del que siento, porque veo los párpados inflamados y la cara borrosa. La esclerótica algo roja, brillante, rebosando de un líquido que no es normal. Recuerdo las películas esas donde hay ojos en tubos de ensayo suspendidos por algún menjurje, aunque esos son mucho más blancos. Y en esas películas por lo general los iris son claritos, no como los míos, que son puros café.

 El baño con agua tibia amaina los males, aunque persiste esa incomodidad visible en el borde derecho. No tengo todo el campo de visión, siento un bulto en la mirada. Es difícil de explicar. Hay un obstáculo que no me deja ver todo claramente, entonces escojo no ir al trabajo en la bicicleta. Ahí es donde recuerdo que la semana pasada estuve pensando en comprar gafas, porque hay mucho polvo en la ciudad, y me molesta los ojos andar en cicla, sobre todo por la tarde. No sé si es porque el gris de la atmósfera se da por polución o algo así, pero el ojo me hace pensar eso. Me voy, entonces, en transmilenio. Alcanzo a ir sentado. Iba a leer, pero imagino (más que nada es eso, el malestar de toda la región próxima al verdadero problema) un ardor en medio rostro. Cierro los ojos. Siento el sol en la ventana, y al rapero de turno, que nos acompaña un par de estaciones. Luego al que vende dulces. Luego otro más, aunque no los miro. Realmente no miro nada. Una sensación húmeda me cruza la mejilla derecha. La solitaria lágrima avanza mezclando temperaturas en la piel. Comienzo a pensar en los destinos fatales, en si cualquier cosa minúscula que lo saque a uno de la normalidad puede tener consecuencias desastrosas, porque uno es así con estos dramas chiquitos: que si pierdo la vista, que si se me cae el ojo, que mejor un parche a lo Big Boss que un ojo de vidrio. Pienso en todo eso y maldigo el no tener barba, el accesorio ese que le hace a uno lucir diferente. Eso refuerza la opción del parche. Eso le pasa a uno por tener una cara simplona.

 Cuando llego a la oficina confirmo que el saludo que recibo va más dirigido a la hinchazón que a mí. No es mucha, pero se nota. Tengo una sensación muy rara en el ojo. Parecido a una inundación, pero no de agua sino de algo más denso. Voy al baño a revisar bien, y me doy cuenta de que hay un punto amarillo en el borde del párpado, y es de ahí donde nacen todos los problemas. Una protuberancia chiquitica que tiene unos efectos tremendos. Pues, la tragedia que me imagino, si bien es exagerada, está fundamentada en algo. Hace años no me sale un orzuelo. En contraste, encuentro muchas más arrugas en el ojo. El tic ese de los párpados que no recuerdo cómo se llama. Veo unas bolitas amarillas flotando. Imagino llorar, pero la acidez, por extraño que suene, no me deja. Salgo del baño con el dictamen, y comienzo a preguntar por algún remedio casero. El primero que me dan es ponerme una rodaja de tomate en el área, pero que no lo deje avanzar. No sé cómo putas no dejarlo avanzar. Lo único que se me ocurrió fue una limpieza con cuidado y mantener el ojo cerrado para evitar más impurezas. Que el tomate me hace salir el punto, que me lo quita.

 Pienso en ir a un centro médico, pero la opción desaparece al evaluar dos cosas. La primera es que voy a perder mucho, pero mucho tiempo en eso. Voy a encontrar personas muy enfermas, y otras que van a extender un día más la jornada de descanso utilizando alguna dolencia como excusa. La segunda es que, pues, ya he sufrido de esto. Es incómodo, pero nada fuera de lo normal. Lo siguiente que pienso es en la inutilidad del espejo del baño de mi casa, de como siempre el lado derecho de mi rostro queda a oscuras, y no hay una evaluación real de mi aspecto: todos los espejos tienen buena iluminación desde la izquierda. Me quedo con eso, con que vivo a media penumbra. Luego llega el segundo remedio casero: baños con agua tibia, y nada de aplicarse hielo. Lo del hielo no se me había ocurrido.

 Rumbo al almuerzo me cuentan otra posible solución: comer pan francés en un baño. No hay otras especificaciones, por ejemplo, si el baño debe estar limpio, o si debo comer pan solo, o con alguien. Imagino que eso depende mucho de las limitantes que uno se pueda imponer. Voy con dos compañeras a un restaurante de esos nuevos en el centro de Bogotá (esa es una frase que uso mucho: el centro de Bogotá). El restaurante tiene la pinta de esos nuevos negocios que combinan lo rústico con lo moderno y lo minimalista. Tiene tantos estilos en su ambientación que no hay nada que lo defina realmente. Nos atiende una mesera mona, de baja estatura, con una cara afilada y ojeras mal escondidas debajo de una capa de maquillaje, con facciones delgadas y delicadas, un tono de piel color canela. En otras palabras, es bonita. La comida llega en platos grandes, de colores, con una muy buena presentación, todo discriminado, sin que ninguno de los componentes se toque directamente. El restaurante está lleno por ejecutivos de la zona, en su mayoría mujeres, y de estas, una gran parte son señoras muy pinchadas. Tienen esos rasgos físicos que se acentúan en la cara, acompañado todo por la respectiva vestimenta, y las maneras de hablar, todas tan expresivas y una exagerada vocalización de las palabras que vienen de otro idioma. Los tres que estamos en la mesa nos dedicamos a comer, y a hablar de lo de siempre, vainas del trabajo. Se me ocurre proponer otro tema, pero la insinuación del pan francés en el baño dura dos o tres carcajadas solamente. Sigo mirando alrededor y me doy cuenta de la abrumadora minoría a la que pertenezco, apenas cinco hombres en el lugar. De resto solo señoras. Y las meseras. La bonita y la tetona. Iba a volver por ellas, más que nada por la bonita, pero la comida está rica, lo que se define entonces como la verdadera razón para repetir en el restaurante. Le comparto esta apreciación a mis compañeras, que luego hacen una cara de reproche. O de celos. El orzuelo no me deja ver.

 En el baño de la oficina me doy cuenta que la nueva incomodidad se da por una telaraña de pus que se entrelaza en las pestañas. Me limpio de nuevo, mientras el párpado sigue latiendo incómodamente. No recuerdo si eso es un nistagmo o una mioquimia. Prometo buscar en internet cuando acabe, aunque el párpado está ligeramente menos hinchado, y el punto ya casi no existe. He estado disparando materia a lo largo del día, lo que me hace sentir un poco incómodo conmigo mismo. He estado viendo cosas a través de una secreción discreta, lo que puede haber influenciado en algo la valoración del mundo desde que me desperté.

 Camino a casa pienso en cuál de los tratamientos utilizar. El tomate frío, el tomate normal, el pan francés, los paños de agua tibia, el champú Johnson para bebés, una crema de un nombre complicado, una bolsita de te. Cuando abro la puerta Tim me saluda como siempre, pero noto en su cara algo muy raro. Tiene un ojo encogido. El derecho. Lo consiento, abro su ojo con mucho cuidado, y él se deja. Es como verme en el espejo que no hay en mi casa: está todo lagrimoso e irritado. Tomo un pañito húmedo y limpio alrededor todo con mucha cautela, mientras le digo que no se preocupe. Él se deja. Cuando son esas cosas, él se deja. Lo miro mientras le hablo. Con un pañuelo húmedo en agua tibia acabo de hacer su curación. Se queda quieto, y bate la cola. Si él pudiera, habría hecho lo mismo.